Por: Yoani Sánchez
Fue criada para triunfar. De chiquita, su madre se quitaba el huevo frito del plato –si hacía falta– para dárselo a ella, porque la niña era una promesa de la que colgaba toda la familia. No la dejaban siquiera fregar, para que sus manos no fueran a cuartearse o endurecerse con el estropajo y el hollín. Cuando le peinaba el ensortijado pelo, su hermana mayor le predecía que una vez se casaría con un francés, un español o un belga, con alguien de la “nobleza” monárquica o empresarial. “¡Todos van a enamorarse de ti!” gritaba la abuela, a quien por lavar y planchar para la calle, durante medio siglo, se le habían torcido los dedos con la artritis. Ni siquiera la dejaban tener novio en el vecindario, pues ella debía preservarse para el futuro que le esperaba, para el potentado que vendría a llevársela de aquel atestado solar en la calle Zanja y de aquel país varado en el Caribe.
Un día, cuando apenas salía de la adolescencia, lo encontró. Era mucho mayor y no pertenecía a ninguna familia acaudalada, pero tenía un pasaporte italiano. Físicamente tampoco le gustaba, aunque la sola idea de imaginarse con él en Milán hacía que su abultado abdomen cervecero no le pareciera tan grande. El aroma de la ropa nueva que le traía cada vez que viajaba a La Habana cubría también el olor a nicotina y alcohol que siempre le salía de la boca. En casa, la familia de ella estaba encantada. “La niña se nos va a vivir a Europa” le decían a las vecinas y la propia madre paró en seco una conversación donde ella le contaba que su prometido de vez en cuando se ponía violento y la golpeaba. Así la empujaron hasta la consultoría jurídica donde se oficializó el matrimonio. En las fotos de la boda, ella parecía una princesa triste, pero una princesa.
Cuando el avión aterrizó en el invierno italiano, ya él no se parecía al amable señor que 24 horas antes le había prometido a su madre que la cuidaría. La llevo al club esa misma noche, donde ella debía trabajar sirviendo a los clientes licores y hasta su propio cuerpo. Durante meses, ella le escribió a la abuela sobre los perfumes y la comida que había probado en su nueva vida. Recreó en sus cartas y en sus llamadas telefónicas una realidad muy diferente a la que vivía. Ni una palabra de la extorsión ni del marido que se había evaporado dejándola en manos de un “jefe” al que debía obedecer. En el solar habanero, todos la hacían mimada y feliz, no podía defraudarlos. Cuando la policía italiana desmanteló la red de prostitución en la que ella estaba atrapada, mando un breve sms a los parientes del lado de acá del Atlántico, para no preocuparlos: “No podré llamarlos por varias semanas. Me voy de vacaciones a Venecia para celebrar aniversario de bodas. Los quiere a todos, la princesa”.