Por Néstor Díaz de Villegas
Hollywood/18 de agosto de 2010
El exiliado cubano que va de visita a su país sanciona, tácitamente, el cruel sistema de diezmos castrista: veinte por ciento de cada dólar, o diez por ciento de cada euro, va a parar a las arcas del ingenioso hidalgo.
Deberá pagar, de contra, precios hiperinflacionarios por productos de fabricación china, que se adquieren por mucho menos, digamos, en las tiendas ¡Ño qué barato! Nuestro emigrante regatea en Publix, en el Sedano’s o en El corte inglés, y en cuanto aterriza en La Habana, no tiene escrúpulos en entregar el salario de un mes (en CUCs) por un pernil de puerco.
El viajero cubano que regresa al cabildo acepta desconectarse de la Internet, mantenerse al margen de la blogosfera, y renunciar a Google, a Facebook y a Diario de Cuba. (Mientras esté en Guanabacoa, por favor, evite leerme).
El pasaporte que necesita para poder entrar en su propia tierra es el timbre feudal que lo mantiene atado, arbitrariamente, al sistema tributario castrista. Es vox populi que el exilio, ese Tercer Estado constituido por los expatriados y los excluidos —aunque no tenga, o aspire a tener nunca voz ni voto— suple la economía nacional con la astronómica suma de mil millones de dólares anuales.
Sin embargo, nuestro turista sigue proclamándose, en cualquier encuesta y en cualquier esquina, perfecto anticastrista. Ve con horror el sistema político de su país, abjura de la barbarie totalitaria, y a veces, en momentos de desvarío, se sueña ajeno a su circunstancia. Vive convencido de que logró distanciarse de Cuba con sólo emigrar a Madrid o a Hialeah, y de ningún modo se reconoce como parte de "ese régimen", a pesar de ser la pieza maestra del mismo.
El déspota entendió esta paradoja, por lo menos desde 1978, al implementar los viajes de la Comunidad (otra mala pasada de Jimmy el Humanitario). Aprovechándose de la sociopatología del vasallo —y con la ayuda de Carter— el patriarca de Birán se adueñó del exilio: desde entonces somos su familia, en el sentido de consanguinidad fiduciaria. Marx dijo que el Capital viene al mundo "embarrado de sangre y mierda". Nosotros somos la mierda, pero también la sangre del castrismo.
En último análisis, la camisa de poplín verde que estrenó el Comandante en su cumpleaños, el carterón de marca que llevaba al hombro Mariela Castro en su viaje a Berlín, las gafas de Óptica López que lució Alejandro Castro Espín en la presentación del libro Imperio del Terror, son —si se estira un poquito la imaginación— regalías de la Diáspora, la canasta de faisanes y viandas depositada a las puertas del Castillo.
Nosotros le llenamos la panza a una prole que aumenta de año en año, y lo más cómico es que los Castro lo saben, y cuentan con nuestras remesas. Como también saben que no hay absolutamente nada que hacer, que estamos aherrojados de pies y manos, que el negocio del vasallaje no sólo es redondo sino indispensable.
El castrismo genético se complica con cada generación, con cada alumbramiento, con cada cesárea, con cada sonograma, con cada sanguijuela que le nace al Estado, ese monstruo de las siete cabezas. Sin embargo, cuando se habla de formalizar el feudalismo —que es otra manera de decir el fidelismo— los vasallos ponen el grito en el cielo.
Los viajeros venales, los pagadores de promesas, los traficantes de diplomas y cotorras, los argollados a la terminal aérea, los jineteros y las mulas, montan en santa cólera. Aceptan el canje de dólares por chavitos, de herejes por chivatones, y el de turistas por criminales, pero nunca, jamás, ser llamados súbditos
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